El Ayuntamiento pone a disposición de sus vecinos este espacio en el que pueden dar a conocer sus obras y creaciones artísticas, así como informar de aquellas iniciativas que pueden ser de interés para el resto de la ciudadanía.
Relatos ganadores IV Certamen de Relato Corto de Al Borde
UNA AMISTAD INOLVIDABLE
AUTORA: LA RUBIA
SILVIA BAUTISTA HERRUZO
Os voy
a contar, aunque no lo creáis, una historia que nunca olvidaré.
Todo empezó en
mi otra vida, cuando yo era aún, un pequeño cachorro de 3 ó 4 meses abandonado
en la las frías calles de una ciudad, cuyo nombre era Ciudad Alegre. Todos los
días veía salir a los niños y niñas del colegio y los miraba esperando que me
cogieran y me llevaran a sus casas, pero eso nunca pasaba. Hasta que un día una
niña de 8 o 9 años me dijo mientras se agachaba:
- Hola pequeño.¿
te has perdido? Um... pareces una mezcla de mastín, qué pena que no me pueda
quedar contigo, porque mis padres no me dejan tener un perro. Bueno y ¿cómo te
llamas? Yo, Alicia.
Entonces yo la
miré fijamente a los ojos con cara de pena, y gemí un poco. Aquella simpática
niña me miró con lágrimas en los ojos y me dijo:
- Anda ven, que
te voy a llevar a mi casa.
Cuando Alicia me
cogió en brazos sentí que ella me quería, y yo también a ella.
De repente se
detuvo y me dijo mientras se quitaba la
mochila de la espalda:
- Lo siento
pequeño, pero ahora tendrás que ir dentro de mi mochila para que mis padres no
te vean. Alicia abrió su mochila y me empujó un poco para que me metiera
dentro.
Cuando Alicia
entró en su casa, yo, aunque de la emoción quería ladrar, sabia que no podía.
Pero cuando me
llevó a su habitación, ¡empecé a corretear por todas partes como un loco!
Y al final no
pude contener aquel ladrido y... ¡Guau! Di un ladrido de la emoción. La madre
de Alicia, que estaba en la planta de abajo, preguntó:
- Alicia ¿quién
a ladrado?
Alicia me miro y
dijo:
- Solo es un
vídeo del ordenador, no te preocupes.
Alicia me volvió
a mirar y dijo:
- Nos hemos
salvado por los pelos. Pero no debes ladrar más porque si no, nos descubrirán.
Alicia decidió
ponerme el nombre de Uno, puesto a que era su primer perro.
Yo ya llevaba 2
semanas en su casa, y ya tenia 8 meses de edad. Alicia cuidaba muy bien de mi,
como que cuando ella terminaba de comer me daba un largo paseo, me daba una
comida buenísima... En fin, el caos apareció cuando un día, los padres de
Alicia me descubrieron y estuvieron apunto de llevarme a la perrera, pero
Alicia les dijo que yo me portaba muy bien, y era un perro muy obediente. Y al
final dejaron que me quedara.
Paso el tiempo,
ya tenia 1 año y 7 meses, cuando me enamoré. Se trataba de una preciosa
perrita, igual que yo, pero en colores claros. El día que la conocí, dando un
paseo con Alicia, nada más verla, salí disparado detrás de ella. Alicia
entonces, salió detrás mía para cogerme. La perrita también hizo lo mismo,
jugamos y correteamos juntos. Enseguida llegaron Alicia y el dueño de la
perrita y nos ataron con la correa. El
dueño de la perrita se llamaba Max y su perra Nina. Ellos se acababan de mudar
y no conocían la ciudad, por eso Alicia y yo se la enseñamos con mucho gusto.
Después de eso Max y Alicia se hicieron muy amigos, y Nina conmigo también.
Todos los días quedábamos para dar un paseo, y cada vez Nina y yo nos íbamos
conociendo mejor. Un día Nina y yo nos perdimos persiguiendo a un conejo.
Alicia y Max,
nos estuvieron buscando, pero no nos encontraron, ni nosotros a ellos.
Ya llevábamos 3
días perdidos, y Alicia y Max pusieron carteles por toda la ciudad.
Creíamos que
estábamos perdidos, cuando un leñador que pasaba por allí nos vio y nos dijo:
- ¡Eh! Perritos
¿no sois vosotros los perros de los carteles?
Nosotros movimos
la cola y ladramos al mismo tiempo. Aquel hombre nos llevó a su casa, nos dio
un poco de comida y nos dejó dormir entre unas mantas. Nina y yo nos pusimos
muy contentos y dormimos esperando a
que llegara el día siguiente para ver a nuestros dueños.
Al día siguiente
aquel simpático hombre cumplió lo dicho y nos llevó a nuestras casas.
En cuanto vi a
Alicia no pare de ladrar, me dio una alegría tremenda. Lo mismo le ocurrio a
Nina al ver a su dueño.
Alicia me dijo
con lágrimas de emoción:
- ¡Uno!, ¡Qué
alegría verte! No sabes lo preocupada que estaba por ti.
Y Max le dijo a
Nina:
- ¡Oh Nina! ¡Te
he echado mucho de menos!
Pasó el tiempo,
cuando Nina tenía 5 años y yo 5 años y 6 meses, tuvimos 5 pequeños y lindos
cachorros. Dos eran hembras y 3 machos. Se llamaban: Chispa, llamada así por
que era pequeñita y rápida, Duna que era muy graciosa, Golfo el pequeño
diablillo, Bruno que era simpático y muy sociable y Trabi mi favorito, pues era
muy travieso. Todos aquellos cachorros, como ya sabéis, daban mucho trabajo.
Pero a Nina y a mí nos encantaban todos ellos por más traviesos o tímidos que
fuesen. A Alicia y a Max les daba pena
dar a los cachorros, así que compraron un cortijo con sus ahorros y allí nos
cuidaron muy bien. Ni un solo día se olvidaron de ir a jugar con nosotros.
Muchas veces traían amigos y nos lo pasábamos fenomenal jugando con ellos,
jugábamos a muchos juegos por ejemplo: el pilla pilla, el escondite...
Los días de
verano nos metíamos en el río, jugábamos a buscar la pelota, a bucear, a
perseguir a Alicia o a Max, a tirarnos
al agua... Nunca olvidare aquellos días en los que acabábamos rendidos en
nuestras camas.
Y así paso el
tiempo. Cuando yo tenía sobre los 11 años y nuestros cachorros ya eran unos
perros de aproximadamente 6 años, me morí por la edad. Nunca olvidare los
gemidos de mis cachorros y de Nina antes de morir o el llanto de mi querida
dueña Alicia que me partía el alma, pues ella me quería y me cuidaba siempre.
Aquella vida fue
una aventura de amor, felicidad, tristeza... pero por eso mismo nunca, nunca y nunca
la olvidaré.
Bueno, ahora soy
un famoso escritor, pues me reencarne en humano. Una de las historias que me
hizo más famoso fue la que acabo de contaros, espero que os haya gustado.
EL ROBO DE LA LUNA
AUTORA: FLOR DE IRIS
LAURA DE LA CRUZ FERNÁNDEZ
Modalidad 13-17 años
Probablemente no os acordéis de esta historia,
que aconteció hace años y fue contada de padres a hijos, pero que con el tiempo
se convirtió en leyenda y lentamente fue desapareciendo de la memoria de las
personas y se perdió en el olvido, ya que no había nadie que de los tiempos
antiguos supiese suficiente para darle a esta bella historia el valor que
merece. Pero no desesperéis, porque todavía queda quien cree en el origen del
mundo, en el principio de los tiempos, alguien que aún cree en dragones, en
elfos, en duendes, en los magos y en la magia; alguien que vivió muy de cerca
el hecho más importante de todos los tiempos, y a la vez el menos conocido y
valorado; el robo de la luna. Esta es la historia de porqué no se mantiene en
nuestro cielo, sino que vaga entre dos mundos antaño unidos por un fino hilo
que se rompió sin remedio.
Ya machacado por los años casi no puedo moverme,
pero espero que en este vasto mundo
alguien aprecie esta historia y la atesore en su corazón, la proteja y
la siga contando; porque debe llegar a todos los rincones del mundo a todos los
corazones nobles que se encuentren en estas tierras ahora azotadas por la
miseria y el hambre, pero que antes eran fértiles y llenas de vida. No os dejéis convencer por mi pobre
apariencia y mi desnutrido cuerpo de que soy un simple mendigo que se inventa
una historia para ganar unas monedas, pues aunque ahora aparezca ante vosotros
así, antaño fui joven y apuesto, vestía elegante ropajes y era una persona
poderosa; aunque de ese poder ya solo queda la sombra, que se va difuminando con el paso de los años.
Como os he dicho, os contaré la historia de cómo cambio el mundo que yo conocía.
Bueno, la verdad es que a mí nunca se me ha dado bien contar historias, pero
creo, que con esta, lo correcto será empezar por el principio; y el principio
está con un joven que buscaba algo más que riqueza y fama, buscaba poder.
“Este joven se llamaba Drian, tenía apenas 16
años, pero era apuesto y un buen luchador. Era moreno, con el pelo corto. Su
rostro era serio, de mandíbula cuadrada, labios finos, nariz ligeramente
torcida y ojos grandes, inteligentes y observadores. Era hijo de un importante noble
del lugar, siempre había tenido una vida acomodada y, al ser el único varón,
heredaría todos los bienes de su padre. Aún así, él siempre se había mostrado
indiferente a estos bienes y al negocio familiar.
Este chico buscaba conocimiento, para enriquecer
su mente y entrenamiento, para fortalecer su cuerpo, para poder adquirir más
poder, para llegar donde nunca nadie había llegado.
Con este propósito decidió partir de su hogar,
dejar a un lado los lujos y el bienestar y centrarse en encontrar lo que tanto
ansiaba. Todos los días se levantaba al amanecer, recogía todas sus cosas y
empezaba a caminar por la calzada real, el camino más importante, el que
llevaba a todo los lugares existentes. Cuando encontraba un lugar adecuado,
paraba a descansar cinco minutos y empezaba a entrenar con la espada, para
mejorar. Andaba hasta el anochecer, entonces buscaba un lugar para descansar, y
así todos los días.
Cuando hacía ya cerca de seis meses que había
abandonado su hogar, escuchó, mientras buscaba un lugar para levantar el
campamento, voces y risas procedentes del bosque. Sintiendo curiosidad decidió
averiguar de qué se trataba. Quizá esa misma curiosidad fue la que hizo que no
se percatara del sutil pero perceptible cambio que ocurría a su alrededor.
Cuando no llevaba ni cinco minutos andando, entrevió unas casas a través de las
ramas de los árboles, era un pueblo. Pero no, al acercarse más se percató de
que no era un pueblo, era una ciudad, y bastante grande. En la plaza, un lugar amplio pero acogedor,
estaban reunidos todos los habitantes de aquel lugar, que cantaban y bailaban
alrededor de la hoguera, que creaba sombras en sus hermosos rostros, que
parecían de porcelana. Sus cuerpos, ágiles y esbeltos, se movían al ritmo de la
música, completamente diferente a todo lo que había escuchado hasta entonces.
Estuvo durante horas escuchando esa bella y misteriosa música, observando a
esas “personas” tan diferentes al resto, soñando con ser uno de ellos…cuando un
hombre armado, uno de los pocos que no estaba bailando, se acercó a él e
interrumpió sus pensamientos.
-Has tardado mucho, te estábamos esperando;
sígueme-le dijo, sin darle tiempo a pensar en nada.
Le llevó a través de serpenteantes calles hacia
el castillo situado en el centro de la ciudad, que se volvía más hermosa y
misteriosa a cada paso que daba. Entraron y recorrieron numerosos pasillos y
habitaciones, todo esto en el más absoluto silencio. Finalmente se detuvieron
en una sala ricamente adornada, en el centro había una mujer algo más joven
que, pero no fue eso en lo único en lo que se fijó, es más, solo una
pequeñísima parte de él se dio cuenta
de esto, ya que solo tenía ojos para ver su belleza, que era algo casi
tangible; no recordaba haber visto jamás nada tan frágil y hermoso. Se enamoró
de ella al instante, nada más verla sentada en su gran trono, que la hacía parecer aún más pequeña de lo que
ya era.
Hablaron durante horas. Al parecer, ella era la
reina de aquel mundo habitado por elfos, esa era la noche del solsticio de
verano y ella podía ver el futuro y había anunciado que esta noche, la última
de las celebraciones, llegaría un mortal que cambiaría el curso de las vidas de
muchas personas; aunque no supo decirle si para bien o para mal.
Pasó el tiempo y los elfos decidieron enseñarle
todos sus conocimientos, le enseñaron a luchar mejor y cada vez pasaba más
tiempo con su amada, la reina Awiln, que respondía a sus preguntas. Una noche,
mientras contemplaban el cielo, se le ocurrió algo en lo que no había pensado
hasta entonces: nunca había visto la luna en aquel mundo. Le resultó extraño
este detalle, porque la luna brillaba siempre llena de donde él era. Cuando le
preguntó a Awiln, esta le respondió con tristeza:
-Nosotros, los elfos, a pesar de parecernos a la
raza humana, les superamos en todo con creces; a pesar de ello, hay algo en lo
que les envidiamos profundamente, sólo una cosa, su hermosa luna. Muchos de los
nuestros visitan vuestro mundo sólo para contemplarla.
Los
meses pasaron con velocidad y cada vez estaba más cerca de Awiln, le hacía hermosos
regalos, componía y escribía para ella y sobre ella; hasta que decidió pedirle
matrimonio. Ella aceptó y a los pocos días se casaron, pero Drian sabía que la
felicidad de su reina no era completa, le faltaba una cosa para conquistarla,
un último regalo para hacer suyo su corazón, debía regalarle la luna.
Con este propósito partió de vuelta a su mundo,
al que ahora veía basto y extraño. Continuó con su camino día y noche, sin
descanso, hasta que llegó al Monte de los Orígenes, donde habitaban los dioses,
dueños de todo lo que había en el mundo. Discutió con ellos durante tres días,
hasta que consiguió persuadirlos. Su viaje de vuelta lo hizo acompañado por la
luna.
Cuando volvió a casa, le mostró a su amada su
ansiado regalo, pero al contrario de lo que él pensaba, cuando la vio, hermosa
y perfecta sobre el cielo estrellado, quedó horrorizada.
-¡Qué has hecho! ¡Cómo has podido hacernos
esto!-gritó.
-Te he traído el regalo que querías, ¿no te
gusta?-preguntó desconcertado.
-¡La luna fue el precio que tuvimos que pagar
para poder gozar de inmortalidad! Ahora quedaremos atados al tiempo terrenal,
envejeceremos y moriremos.-dijo entre sollozos.
-Yo no lo
sabía, puedo devolverla a mi mundo, les convenceré, puedo…
-¡No!-interrumpió Awiln-no hay nada que puedas
hacer ¡quedas desterrado, nunca podrás volver a este mundo!
Desde entonces y hasta ahora, ha estado viajando
de un lugar a otro buscando la entrada al mundo de los elfos, sin dar con ella,
mientras la luna surcaba el cielo de ambos mundos y los mantenía unidos,
esperando a que llegara el día en el que alguien encadenara la luna al mundo
mortal y salvase a los elfos de la condena que una vez el amor de un hombre les
impuso.
En la taberna, estaba el
anciano mendigo, con las lágrimas resbalando por sus mejillas surcadas de
arrugas y sus ojos anhelantes de un pasado muy lejano.
LA UNIÓN
AUTORA: TULI
YOLANDA BENÍTEZ QUESADA
Nadie pensaba que esto
pudiera pasar. Bueno sí,
se esperaba, había razones para que ocurriera, pero deseaban que no lo hiciera.
O al menos hasta dentro de unos años, cuando todos estuvieran muertos y sus
descendientes tuvieran que pagar lo que ellos habían hecho. ¿Qué podría ser
peor que un terremoto, un tsunami o una erupción volcánica que matara a miles
de personas, provocado por un enfurecido planeta? Que esas miles de muertes
fueran causadas por personas, sus propios hermanos. Un genocidio tan brutal del
que incluso Caín se habría horrorizado. Miles de vidas que se apagan por culpa
del honor y la avaricia de unos cuantos. El caso es que sí, demasiado pronto, o
bastante tarde, comenzó una nueva guerra. Una entre tantas, pero tan importante
como todas.
Mi nombre es Diana. Nací
en un pequeño pueblo llamado Flarian, al sur de Dinia. Cuando tenía 8 años, una
crisis mundial sacudió a mi país como a muchos otros. Dijeron que todo volvería
a la normalidad en un par de años, pero después de este tiempo, dijeron que acababa
de empezar. Todo comenzó a desmoronarse. La gente perdía sus hogares, sus
familias al tener problemas económicos, los recursos e incluso sus vidas al no
poder afrontar sus deudas. País a país, todos fueron cayendo. Cada vez que uno
se desmoronaba, todos rezaban para que
el suyo no fuera el siguiente. Lo que
acarreó la guerra en mi país no fue solo la crisis. Los gobernantes se quedaban
el dinero de la gente. Mientras el pueblo no podía comer, ellos se compraban
mansiones y yates. Los ciudadanos se pasaban toda su vida trabajando, para que
ellos se quedaran el dinero de sus hijos, con su futuro. Pero el detonante no
fue ese. Fue la muerte del rey. Cuando falleció, le hicieron un funeral de
millones de euros. Una mujer que pasaba por allí iba con un niño pequeño en
brazos. Madre e hijo estaban desfallecidos.
La señora se acercó a uno de los hombres que acudían al funeral, solo
para pedirle algo de limosna para poder darle de comer a su hijo. Un policía la
vio y la empezó a aporrear. Después de la paliza, la metieron en la cárcel por
intento de agresión a un “noble”. El pueblo, que ya estaba cansado, se lanzó a
la calle. No hubo nadie que se quedara en casa. Cuando estaban a punto de
vencer, un hombre se “ofreció” a ayudar al gobierno a cambio de hacerse con el poder. Se
llamaba Julián. Siempre llevaba un sombrero puesto, seguro que porque debajo
tenía cuernos. Era cruel y despiadado, un auténtico demonio. Había sido
teniente. Hubo una guerra, y miles de personas murieron, incluidos mis padres.
Vi como una bala atravesaba la cabeza de mi padre y una escopeta golpeó a mi
madre en la nuca, cayendo inconsciente inmediatamente.
Tantos años después sigo viendo esa imagen cada vez que cierro los ojos. No
sirvió de nada, al final Julián se hizo con el poder, trayendo el propio
infierno a nuestro país.
Me llevaron a un
orfanato. Estaban llenos en esa época. Nos educaron intentando meternos en la
cabeza la idea de que Julián era una especie de salvador. Después de lo que
había visto, no lo consiguieron conmigo. Solo con los más pequeños, a los que
ni siquiera les enseñaron a leer. A los 18 años salí de allí. Me uní a un grupo
de rebeldes que querían intentar cambiar la situación. El jefe se llamaba
Andrés, rondaba los cincuenta, pero se mantenía bastante bien. Tenía el pelo
canoso, los ojos marrones y era muy alto.
El grupo estaba formado
por unas cuarenta personas. No teníamos casi armas, así que había que robarlas
en los cuarteles poco a poco. Yo no sabía usarlas, así que me dieron una
pistola de fogueo para que practicara al menos la puntería, ya que no podíamos
permitirnos malgastar munición. Cuando estaba intentando descifrar el arma, un
chico alto y delgado se acercó a mí. Me dijo que me veía un poco perdida y se
ofreció a ayudarme. Cuando se acercó pude verle bien. Tendría unos veinte años,
los ojos verdes y el pelo corto y negro, aunque había algo raro en él. No tenía
la típica expresión cansada y pesimista que todo el mundo solía tener, rebosaba
de vida y parecía querer comerse el mundo, además, era muy guapo.
Al principio me negué
por orgullo, pero viendo que no llegaba a ninguna parte tuve que tragármelo y
aceptar su ayuda.
-Me llamo Cristian- me
dijo con una sonrisa.- Encantado de conocerte.
-Igualmente. Yo soy
Diana- contesté un poco arisca. Creía que se estaba riendo de mi torpeza, pero
fue muy amable ayudándome. Una vez controlé la de fogueo, consiguió una de
verdad para que viera como era y supiera al menos cómo funcionaba.
Al cabo del año, cuando
teníamos suficiente munición y personal para nuestro primer gran golpe, atacamos
una de las bases del gobierno. Estaban repartidas por todo el país. Allí
estaban los soldados, teníamos apoderarnos de ellas antes de ir a la base
central. Éramos ya unos cien miembros. A las 4 de la mañana unos cuantos de los
nuestros se colaron y asesinaron a los guardias silenciosamente. Se hicieron
con las armas y cuando todo estuvo preparado, entramos y matamos a todos. Fue
nuestro primer aviso. Salió bien porque no estaban preparados. No creían que
nadie se atreviera a desafiar al dictador. Los siguientes ataques también se
desarrollaron bastante bien. Hubo algunas bajas, pero pudimos continuar. En el
tercero me dieron en la pierna y Cristian me ayudó a escapar. Esa noche se
quedó conmigo. Estuvimos hablando sobre varios temas, que me guardaré para mí.
Me acabó besando. Fue mi primer beso. No había tenido tiempo ni de pensar como
sería. Era húmedo y dulce, pero al mismo tiempo me dio un poco de asco. Aun así
me gustó, y quise otro. Y otro. Y otro más. Al final, me quedé dormida entre
sus brazos.
Mientras se curaba mi
pierna, Cristian estuvo a mi lado. No era una herida grave, pero me fastidiaba
al caminar. En ese tiempo nos conocimos más, y también nos besábamos más.
Me contó que su padre había muerto, y que su madre estaba en la cárcel, aunque aun tenía la esperanza de encontrarla. Solo
os contaré una de las conversaciones con él.
-¿Qué crees que hay
después de la muerte? – me preguntó un día.
-No lo sé. Pero si
muriera antes que tu y tuviera la oportunidad de que mi alma volviera a la
Tierra, haría cosas para molestarte – dije con una sonrisa traviesa- Cuando te
acostaras, te cambiaría las zapatillas de posición para que por la mañana te
las pusieras al revés, por ejemplo. Así sabrías que estaría allí.
-Oh vaya, ¡cuánta
maldad! - se rió él.- De todas formas, no dejaré que eso pase – dijo poniéndose
serio. Se acercó a mi oído y me susurró- Te quiero- eso me sorprendió.
-Yo no-contesté. Él se
puso tenso al momento. Me reí y acerqué mi boca a su oído.- Esa palabra se usa
demasiado a la ligera. Si te lo dijera, estaría insultando a mis sentimientos.
Cuando encuentre una palabra que los describan, te lo diré.
Cuando me sentí
recuperada, me incorporé al siguiente ataque. Era una de las bases más
importantes. El plan era bueno. Habíamos robado uniformes que algunos usarían
para infiltrarse. Asesinarían a los guardias y nos abrirían el camino. Íbamos
bien, pero a mitad del ataque, dispararon en la cabeza a nuestro jefe. Todos
nos quedamos bloqueados, no sabíamos que hacer. Se quedaron quietos, en shock.
Los del otro bando lo aprovecharon y nos empezaron a disparar. Mataron a una
veintena de los nuestros en los segundos que tardamos en reaccionar.
Necesitábamos a alguien que mandara. No había nadie que se hiciera con el
control, así que lo hice yo. Solo había una salida. Mandé retirarnos.
Al día siguiente hubo
una votación para ver quién estaría al mando. Elegimos a Juan, el miembro más
antiguo. Durante un año estuvimos atacando y conquistando todas las bases
importantes. Acabamos con cientos de soldados. Yo nunca maté a nadie, no fui
capaz, pero ayudaba en hacer las estrategias. Todo iba bien, pero nada dura
para siempre.
En uno de nuestros ataques
vi que dispararon a Cristian. Instantáneamente fui a ayudarlo. Tenía una herida
en el hombro. Me agaché a su lado. Vi que sus ojos se agrandaban de golpe.
Gritó “cuidado” y algo me golpeó en la cabeza.
Desperté en una celda. Me
dolía la cabeza y estaba sedienta. Me tuvieron allí varias semanas en unas
condiciones pésimas. Me sentía muy confusa. La celda era oscura, húmeda y olía
fatal, como si hubiera algo pudriéndose. Un día estuve hablando con una mujer
que estaba en la celda de al lado. No le pude ver la cara. Nos comunicábamos a
través del muro. Me dijo que su marido había muerto y su hijo tenía más o menos
mi edad. No le dio tiempo a contarme más, cuando la vieron hablando conmigo se
la llevaron y no volví a saber nada de ella.
Ayer vino un policía a
decirme que me fuera preparando. Mañana me van a ejecutar públicamente para
“mostrar” al pueblo lo que pasa al desafiarlos. No me dijo cómo, pero espero
que sea rápido.
Escribo en esta carta mi
historia con la esperanza de que alguien la encuentre y la cuente tal y como
fue, no distorsionada como la contarán los fanáticos de Julián. Y si no la
cuenta, al menos que una persona sepa cómo pasó de verdad. La guerra no trae más que muertes y acaba
con los sueños, la ilusión y la esperanza. Me gustaría contar más cosas, pero
se me acaba el papel, el tiempo y las fuerzas. Lo último que quiero decir es
que si alguien lee esta carta, busque a Cristian y le diga al menos estas
palabras: “No te quiero, pero he encontrado otras palabras. Te admiro, te
respeto y haces que me sienta única. Con eso puedo mínimamente expresar mis
sentimientos”
Diana.
Dos lágrimas cayeron en
la carta, procedentes de la tormenta que se estaba desatando en los ojos de
Cristian. No se lo podía creer. Habían llegado tarde. Ya se la habían llevado.
Era imposible salvarla. Había encontrado la carta por casualidad en un agujero
en la pared de la celda. Sabían que la ejecución era en una plaza cerca de
allí. Corrieron hasta ella y llegaron a tiempo para ver caer un cuerpo inerte después
de una lluvia de balas. Estaban muy lejos, y no se distinguía su cara. Le dijeron
que era Diana.
Cristian apagó el
despertador. Se quedó un rato en la cama antes de levantarse. La idea del día
que era acudió a su mente como un puñetazo. Justo ese día, hacía un año desde
que habían “ejecutado” a Diana. Él aun creía que estaba viva. No había visto su
cuerpo ni había imágenes. Podía haber escapado. En ese caso habrían cogido
alguna infeliz que se pareciera a ella y la habrían matado para no parecer
estúpidos. Ningún ciudadano la había visto nunca, era fácil engañarlos. El caso
es que, después de su pérdida, el pueblo se había enfadado tanto que habían
salido todos a la calle a luchar. Como aquella vez hacía ya diez años. Con la
diferencia de que esta vez lo consiguieron. Alguien llegó hasta Julián y lo
atrapó. Estaba en la cárcel. Un miembro de su grupo se presentó para gobernar
provisionalmente y el pueblo lo aceptó. Era un buen hombre, y estaba haciendo
muy bien su trabajo, al menos por ahora.
Cristian
se fue a levantar y al ponerse las zapatillas se dio cuenta de que la izquierda
estaba donde debería estar la derecha, y la derecha donde la izquierda. No pudo
evitar que una sonrisa escapara de sus labios.
RUTINA
AUTOR: EL CAJERO MANUAL
PABLO DE GARAIZABAL RAFIQ
Sam era el
hombre más rico de Nuevo México. Como tenía varios pozos petrolíferos, no le
faltaba el dinero. Vivía en Albuquerque, en un barrio de adinerados y personas
importantes de la ciudad, como el alcalde, el concejal de urbanismo, el
presidente de una cadena de supermercados... y muchas más personas importantes
vivían en aquella manzana. Pero la casa, o mejor dicho la mansión de Sam era la
más grande del vecindario sin lugar a dudas; tenía tres plantas, un jardín
enorme, ventanas de todo tipo, un empinado tejado terminado en una veleta
inmensa con forma de un toro bravo y muchos más detalles perceptibles para el
ojo humano. La mujer del boticario, que era la vecina de Sam Williams desde
hacía dos años, siempre le había tenido aprecio y cariños, pues era un hombre
inmensamente bueno, sabio y comprensivo. A decir verdad, todo el barrio le
apreciaba por su personalidad agradable y amistosa. Tenía una mujer muy guapa,
Catherine, y dos preciosas niñas de cuatro años de edad. Vivían muy felices.
Pero bajo esa faceta de hombre bonachón, subyacía una parte de él huraña y
antipática producida por el estrés de su trabajo de presidente, su gigantesca
casa, sus falsos amigos económicamente acomodados y su vida de rutinas y de
pocas emociones. Así que un día decidió irse de viaje, dejar todo y recorrer el
mundo.
Dejó las
centrales a su mano derecha, con la condición de que un porcentaje de los
beneficios se destinase a su familia. Se despidió de su mujer y de sus gemelas,
y emprendió su trayecto para el aeropuerto más cercano. Su coche era lujoso a
más no poder. Era como una gran fiera dispuesta a devorar y arrasar todo a su
paso con su carrocería elegante y sus imponentes tubos de escape. Al llegar al
aeropuerto, aparcó el coche para que después un amigo suyo lo recogiese y al
volver del viaje le esperase allí mismo. Cuando llegó al “hall” principal, se
sentó en una butaca con gomaespuma que había enfrente del panel de horarios de
viajes. Se puso ha pensar adonde ir, pues se fijó que no lo había decidido.
Suiza, Australia, Japón o Brasil eran los destinos que más llamaban la
atención. Pero el no quería nada de eso: él quería un país con ciudades y
villas llamativas, vistas espectaculares y una gastronomía sobresaliente. Así
que pensó en Italia, y lo buscó en la iluminada pantalla informativa. Entre
España y Grecia, con vuelos por la tarde y a medianoche. Se fijó en los de la
tarde y vio que un vuelo despegaba en quince minutos y si perdía ese tendría que
esperar tres horas. Raudo fue ha coger su billete que le daría la autorización
para ir en el avión con destino italiano. Entró en el avión casi cuando iban a
despegar, tras haberse pegado la maratón de su vida. Viajaba, claro está, en
clase privada, con masajes de piernas y pies, bebidas como cócteles, vino o un
caro y refinado champán, entrantes suculentos, revistas y en cada asiento un
televisor portátil con treinta películas programadas, todas premiadas con
Óscar. El viaje duraba trece horas, así que al señor Williams le dio tiempo a
ver “Una mente maravillosa”y “Mejor imposible”, leerse una revista sobre
economía internacional y a echarse una gran siesta. Le despertó el fuerte
sonido de los motores apagándose y el descenso del avión: había llegado a uno
de los más prestigiosos aeropuertos de Italia. Desde allí cogió el tren que
pasaba por todos las ciudades importantes de “la bota”. En este medio de
transporte pidió un mapa y se lo dieron en el vagón del conductor. Ese tren era
uno de estos de los que tienes varios compartimentos que se cierran con una
puerta corrediza. Dentro de los compartimentos había dos bancos mullidos, con
dos almohadas. El tren tenía un vendedor de alimentos ambulante. Así que se
metió en un vagón y con el gigantesco mapa encima de la prominente mesa
circular que separaba los bancos. Tras mucho deliberar y discutir consigo
mismo, se decidió por Nápoles, no capital, sino algún pueblo anciano, dormido y
perdido. Cuando el tren por fin se detuvo en su parada, Sam bajó. Antes de
pedir un taxi, fue a que le cambiasen más dinero estadounidense por euros.
Después un francés muy escuálido y pálido le acogió en su taxi. No le dio mucha
conversación al estadounidense, y parecía que hubiese montado un botellón lo
noche anterior, pues tenía ojeras y bostezaba cada minuto. El taxi le dejó en
un pueblo muy bonito. Estaba al pie de una inmensa montaña, cubierta de nieve
pese a la época que era. Las casas eran todas casas de una planta, con balcón y
ventanas cuadradas y con cortinas finas y hermosas. Otro detalle que le
impresionó al extranjero fue que todas las casas eran de color blanco menos
una, que se salía del tranquilo guión de la villa. Era una casa morada, de
varias plantas, por lo que dedujo Sam que sería el Ayuntamiento. Allí pidió una guía del pueblo, que contenía
lugares donde alojarse y restaurantes famosos y deliciosos. También albergaba
información sobre una academia para aprender italiano rápido, y como se iba a
quedar un año, lo necesitaría. Después de visitar todos los hostales, y casas
de alquiler, se tomó un pequeño aperitivo y meditó sobre los diferentes lugares
que había visitado. Al fin se decidió por una casa, en la calle de las
hortensias, que constaba, según él mismo había comprobado, de un baño, tres
dormitorios, cocina con barra de bar, nevera y microondas y muchos más
electrodomésticos como televisor y ordenador. Una de las cosas que más llamaba
la atención era el inmenso cuadro de Napoleón que había en la pared del salón.
Los dueños se habían ido de vacaciones, y habían alquilado la casa para sacar
un poco de dinero. A partir de ese día Sam se relajó. Por las mañanas siempre
iba al monte a hacer senderismo. Después, al volver a casa, se duchaba, comía,
veía la televisión y se iba a conocer el pueblo y las ciudades de los alrededores
(pero tenía que pedir un taxi, porque el pueblo más cercano estaba a cuarenta
millas). Visitaba zoos, monumentos, estatuas, exposiciones y todo lo que
tuviera que ver con la cultura de ese lugar. Al llegar la noche leía o veía de
nuevo la televisión. Era, paradójicamente, una rutina, pero una rutina extraña,
desconocida para él y llena de nuevas emociones. Todo el estrés acumulado se
evaporaba en aquel ambiente como el agua hirviendo en una cazuela. Sam se
sentía feliz.
Pero eso duró
poco. Pasados dos meses de su llegada a Nápoles, el albuquerqueño encontró una
noticia francamente escalofriante en el telediario matutino que decía así: “En
cuanto a pérdidas en Bolsas internacionales se encuentran la compañía de pozos
petrolíferos Sam & Co que
ha perdido más de la mitad de sus beneficios, pero también otras
empresas como...”
A Sam se le partió el alma en dos. Cuando recobró
el aliento corrió a la estación de tren para que le llevase al aeropuerto. Al
llegar a este, cogió el primer avión a Albuquerque. Le sudaba toda la cara, y
no pudo disfrutar ni de las vistas ni de los manjares del avión. En esto se le
ocurrió llamar al amigo en el cual confió y le entregó su coche. Nadie
contestó. “Este se lo habrá llevado” pensó, malhumorado, Sam. Las trece horas
de viaje se le hicieron interminables. No podía dormir ni concentrarse en nada,
y se ponía nervioso por cualquier cosa. Al llegar al aeropuerto de su ciudad,
pidió un taxi, que le llevó a su barrio. Al llegar a la calle principal del
barrio salió del taxi y empezó a correr hacia su casa. O la que quedaba de
ella: lo único que había ahí era un gran solar, con grandes tuberías y
escombros por todos lados. Sam no se lo podía creer. En el porche de la casa
del boticario encontró el periódico local, con un titular que rezaba: “EL SAM
& CO SE VA A LA QUIEBRA”. Sam quería llorar. Cayó de rodillas frente a
su solar y se puso a sozollar. Pero se dio cuenta de un detalle: su familia.
Preguntó en el vecindario, pero la respuesta le dolió aún más: su mujer y sus
dos niñas le habían dejado por un inglés que estaba de visita por la ciudad
justo después de que los pozos quebraran. No tenía palabras. Por su egoísmo y
sus ganas de emociones había perdido todo. Por una rutina que no hacía mal a
nadie había perdido su coche, su casa, su empleo y a su querida familia. A Sam
no le quedaba nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario